La victima profesional (2021)
Video 11:04 minutos
Durante el invierno de 2021, realicé una residencia en la Central Eléctrica de Porto. Durante esos días realicé el performance «La víctima profesional» mismo que convertí después en un video. Durante aquellos días de pandemia, me puse a trabajar sobre la idea de la víctima en el arte. Durante varios días recorrí las calles con un cartel que me identificaba … como víctima.
Aquí un fragmento del texto que acompaña el video:
Hace ya un tiempo el mundo del Arte decidió dar la palabra a las víctimas.
Personas que no tenían espacios de enunciación encontraron en el campo de lo artístico un lugar desde el que se podían amplificar sus voces. Poco a poco los museos, las pantallas, los teatros y los libros se fueron llenando de historias que no tenían cabida en muchos otros espacios de la sociedad y así comenzaron a resonar desde el arte otras experiencias de vida.
Hasta aquí todo iba bien.
El problema vino mucho tiempo después, cuando las personas que hacemos arte nos dimos cuenta que el campo de lo artístico premia a quien se identifica como víctima.
No se cuándo fue que la posición de víctima se volvió una pre condición para construir un lugar de enunciación sólido.
No se cómo se instrumentalizó el status de víctima como mecanismo para dotar de legitimidad a una obra.
No supe cuándo, dentro del mundo del arte, afirmarse víctima se volvió algo deseable…. y ya sabemos que todo lo que se desea se falsifica.
Muy poco a poco, casi como quien no quiere la cosa, cada vez más artistas comenzamos a buscar formas para enunciarnos como víctimas. Cambiando una manera de narrar algo, enfatizando una herencia o una experiencia, nos convertimos en víctimas profesionales.
Las víctimas profesionales se distinguen porque quieren seguirlo siendo mientras que las verdaderas darían todo por no haberlo sido nunca.
Las profesionales se constituyen al ampliar la categoría de víctima irrestrictamente.
Se proclaman depositarias de una intensidad no vivida. Sufren en nombre de otros que vivieron hace varios siglos o se vuelven representantes de una comunidad, escarban en sus orígenes con la esperanza de construir un lazo, por más débil que sea, con el pretexto perfecto.
Y una vez aquí empiezan los juegos del hambre.
¿Quién es más víctima?¿Quién lo ha sido antes?¿Quién durante más tiempo?
Se forma una aristocracia del dolor y una meritocracia de la mala suerte.
Las obras artísticas que emanan del dispositivo victimista se aprovechan del sentimiento de empatía y respeto que tenemos frente a las víctimas reales.
Son obras frente a las que sabemos inmediatamente qué sentir y qué pensar. Obras en las que importa el qué y nunca el cómo.
Obras incuestionables que nos amenazan con la pregunta ¿cómo puedes siquiera pensar en debatir acerca de mi dolor?
Pero también ofrecen recompensas, quien las aplaude se limpia, se alinea en el lado correcto de la historia y toma distancia de otros, de aquellos de los que no entienden que no entienden.
La mitología victimista, impulsada por curadores, programadores, funcionarios, editoras y artistas, configura un escenario en el cual las más afectadas son, una vez más, las víctimas reales que acaban despojadas de una categoría que las nombraba.


