Clase de apreciación cinematográfica 

El sábado 2 de enero en un pequeña casa de la ciudad de Porto, ubicada en la Travessa da China en el barrio de Campanha, formé parte de una extraña reunión.

 



 

Varias personas fuimos invitadas para escuchar a un hombre impartir una clase sobre apreciación cinematográfica. El evento no me hubiera hecho ninguna ilusión sino me hubiera enterado que el ponente era un guardador de rebaños que vivía en el campo y al parecer había visto muy pocas películas en su vida: “las puede contar con los dedos de las manos”.

Era una vivienda humilde que no supe a quién pertenecía. Atrás tenía un patio con varias sillas y una mesa de plástico blanca.

El guardador de rebaños estaba de paso en la ciudad, era un hombre mayor que habló durante una media hora, de manera muy pausada, exponiendo sus ideas de manera simple, clara y hermosa. Tomaba un vaso vino.

Tomé notas mientras hablaba, retazos que conseguía anotar, perdiéndome de algunas sutilezas por mi falta de dominio del portugués.

 

 



 

Aquí doy cuenta de mis notas:

Lo que vemos de las cosas son las cosas.

¿Por qué habíamos de ver una cosa si hubiese otra?

¿Por qué ver y oír sería engañarnos

si ver y oír son ver y oír?

Lo esencial es saber ver,

Saber ver sin estar pensando,

Saber ver cuando se ve,

No ver cuando se piensa.

+

No es suficiente no ser ciego

para ver los árboles y las flores.

También es necesario no tener ninguna filosofía.

Con filosofía no hay árboles: no hay más que ideas.

Sólo hay, como una cueva, cada uno de nosotros.

Hay sólo una ventana cerrada, y todo el mundo fuera;

y un sueño de lo que se podría ver si la ventana se abriese,

que nunca es lo que se ve cuando se abre la ventana.

+

¿Qué pienso yo del mundo?

¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!

¿Qué idea tengo yo de las cosas?

¿Qué opino de las causas y los efectos?

¿Qué he meditado sobre Dios y el alma

y sobre la creación del Mundo?

No lo sé. Para mí, pensar en ello es cerrar los ojos

y no pensar. Es correr las cortinas

de mi ventana (pero no tiene cortinas).

+

Quien está al sol y cierra los ojos

empieza a no saber lo que es el sol

y a pensar muchas cosas calurosas.

Pero abre los ojos y ve el sol

y ya no puede pensar en nada,

porque la luz del sol vale más que los pensamientos

de todos los filósofos y todos los poetas.

La luz del sol no sabe lo que hace

y por eso no se equivoca y es comunal y buena.

+

No creo en Dios porque nunca lo he visto.

Si él quisiese que yo creyera en él,

seguro que vendría a hablar conmigo

y entraría por mi puerta diciéndome: ¡Aquí estoy!

(Quizá suene esto ridículo a los oídos

de quien, por no saber lo que es mirar a las cosas,

no comprende a quien habla de ellas

con la manera de hablar que enseña el observarlas.)

Cuando terminó de hablar se despidió con una sonrisa y una inclinación de cabeza, se colocó su cubre bocas y salió. 

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