YO NUNCA ME VOY A MORIR

Ser artista y adulto en el país de Nunca Jamás

 



 

No he sabido convertirme en adulto. Soy un señor de casi 40 años que no consigue sentirse maduro. 

A veces me pienso como si tuviera 26 o 30 años, pocas veces logro sentirme de mi edad.

¿Cómo se siente la edad?

Es común que al conocer a alguien, crea que es mayor que yo, aunque descubra después, que la persona es considerablemente más joven.
Sigo pensando en la adultez como un estado a conseguir.

¿Esto nos pasa a todos? ¿A todas? ¿Qué significa ser adulto? ¿Es importante asumirse como tal? ¿Cuáles son mis desvelos sobre la madurez y que hay detrás de ellos? ¿Por qué pienso tanto en esto?

A los 19 años me salí de casa de mi padre y mi vida cambió de manera radical. En ese momento todo era nuevo, comencé a hacer obras de teatro y actuar en películas, a vivir solo, a viajar. Visto en retrospectiva, mucho de mi vida sigue siendo igual a ese momento fundacional: soy independiente económicamente, no tengo un trabajo estable mediado por un contrato, sigo pagando renta mes con mes, sigo usando jeans y tenis, no tengo hijas.

La sensación de continuidad en ciertos aspectos de mi vida me preocupa ¿por qué? No sabría decirlo. Una sensación difusa de que las cosas deberían cambiar… más.
Es claro que no todo sigue igual, mi vida ha cambiado en muchos sentidos, he conseguido dedicarme al arte, he podido ahorrar algo de dinero, pero sigo sin entender cuándo me voy a sentir adulto, o si ya pasó y no me enteré.

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A Marina le gusta hablar del tiempo, una de esas conversaciones derivó en el Capitán Garfio y su miedo al “tic tac” que suena en el interior del cocodrilo, pero sobre todo a su animadversión por el niño que nunca crece.
Peter Pan es un relato que conocí en la infancia, por las películas. Hace unos meses leí la novela y quedé fascinado. Empieza así:

“Todos los niños, excepto uno, crecen. Muy pronto descubren que se harán mayores. (…) Wendy supo que tendría que hacerse mayor. Uno siempre se entera a los dos años. Los dos años son el principio del fin.”

Supe que esta historia tenía algo que decirme. Peter Pan, el eterno niño que vive en el país de Nunca jamás, que tiene una lucha encarnizada contra los adultos y en especial contra el Capitán Garfio.
J. M. Barrie, su autor, trabajó la historia obsesivamente, primero como obra de teatro, después como novela y por último como texto-situado en los jardines de Kengsington.
Escribió en sus cuadernos de juventud: crecer y tener que abandonar las canicas, terrible pensamiento.

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Desde 2018, impulsado por un sentimiento difuso, comencé a realizar una serie de conversaciones con directoras de teatro a las que admiro y que son mayores que yo. Con algunos nos sentamos a comer y a beber, en otras ocasiones intercambiamos correos, con otras me limité a mirar sus entrevistas y a leer lo que han escrito.

Me interesaba conocer la percepción que tenían de su trabajo después de dirigir teatro durante muchos años. Me interesaba preguntarles sobre sus obras, las que me habían marcado y las más recientes que, por lo general, no me interesan tanto.

¿Por qué perdí el interés en sus obras? ¿Cambió mi mirada, cambió su trabajo, cambió el mundo? ¿Qué pasó? ¿Qué piensan hoy de sus primeras obras? ¿Cómo se enfrentan a las nuevas? ¿Qué creen haber ganado y que haber perdido en el camino?

Mi pregunta, en el fondo, era una que no me atrevía a formular directamente:


¿Por qué las personas que dirigen teatro envejecen artísticamente mal?

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En 1983, el año en que nací, (..) «el psicólogo Dan Kiley publicó un libro de autoayuda dedicado a la descripción de un cuadro clínico que decía encontrar en su práctica profesional cada vez con mayor frecuencia: el síndrome de Peter Pan. Afectaba a varones que se negaban a crecer. Este pretendido síndrome centrado en la incapacidad para madurar forma parte de la psicología de divulgación y de autoayuda”.
No me reconozco en él, porque no es que no pueda o quiera madurar, es que no se qué significa. No estoy huyendo a algo definido, estoy desorientado ante una idea que no se como materializar.
De ninguna manera añoro unos supuestos viejos buenos tiempos donde la edad adulta era algo muy delimitado con indicadores claros. Simplemente no se cómo enfrentarme a la madurez en el mundo en el que me tocó vivir.

La estructuración del ciclo vital ha cambiado mucho a lo largo de la historia. Supongo que parte de mi desorientación tiene que ver con ser hijo sin hijos, con el impacto de la precarización de las condiciones laborales en las que vivo: soy parte de un grupo de gente que no nos preocupamos por si vamos o no a comer al día siguiente, pero que no tenemos casa propia, no tenemos seguro médico, no tenemos pensión, no tenemos imagen de futuro o si la tenemos está fuera de foco.

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Durante siglos una persona era una joven artesana o un joven poeta, lo joven funcionaba como prefijo de algo más, ubicaba a la persona en una trayectoria de aprendizaje con respecto a una actividad. Pero al paso del tiempo la juventud se convirtió en un estado, las personas son jóvenes, sin más.
Este cambio se potenció durante el siglo XX, en el que se amplió el número de personas que se convirtieron en estudiantes de universidad: personas adultas en pleno uso de sus derechos ciudadanos, pero que seguían siendo dependientes económicos de sus padres. Esto generó una ventana temporal en la que la edad adulta y la juventud se comenzaron a sobreponer, a mezclar.
A esto se sumó, supongo, que los ritos de paso se han ido transformando, que los indicadores sociales que separaban la juventud de la edad adulta se han vuelto más difusos (por lo menos en ciertas clases medias liberales, entre las cuales me incluyo).
No sé si haya sido así, pero crecí pensando que hubo un tiempo en el que una línea  clara dividía una etapa de la otra: se usaba otra ropa, se desplegaban otros comportamientos, se iba a otros lugares, se hablaba con otras palabras. Ya no, ya casi no.

Ahora la juventud (sin la juventud) se expande poco a poco hacia otras etapas de la vida.

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¿Qué piensas de mi percepción de que las obras tempranas o de mediana edad eran las mejores y después comienza una especie de caída?
 

Muchas directoras consideraban que habían hecho obras con una fuerza que no se volvió a repetir en sus trayectorias. La mayoría consideraban que hubo unos viejos buenos tiempos. Pero lo interesante es que nadie parecía tener muy claro a qué atribuírselo. Exceptuando al de menos edad de los entrevistados que sentenció: el teatro es de los jóvenes.

La frase «sus primeras obras eran muy buenas» tiene algo de habitual. Menos común es oír lo contrario. ¿Por qué pasa esto? ¿Qué es lo que se va perdiendo? ¿Tal vez las carreras deberían durar menos? ¿Todo por servir se acaba? ¿Qué tienen los artistas jóvenes que no tienen los artistas viejos? ¿Por qué en otros campos es tan distinto? ¿En esta vida todo es perder? ¿Cuál es el potencial artístico del paso del tiempo?

Durante las entrevistas, las directoras me hablaban de los cambios que ha sufrido el ecosistema teatral a lo largo de los años, sobre las condiciones en las que comenzaron a trabajar y que hoy ya no existen, sobre como esto ha implicado un constante re acomodo: la producción de obras por instituciones públicas está a la baja, las invitaciones directas han cedido el paso a las convocatorias por carpeta, las temporadas de 100 funciones han dado lugar a las de 10 y el sistema de vacas sagradas se ha desdibujado considerablemente.  También existe una nueva moral en el campo de lo artístico que regula lo que se puede hacer y lo que no. Cambios positivos y negativos coexisten en un presente… interesante.

La entrevista terminaba con esta pregunta:
 

¿Qué puede un artista viejo que no puede uno joven?

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En la obra de teatro de Peter Pan, una acotación dice: los chicos recogen con prontitud, lavan platos que no tienen en un fregadero inexistente y los colocan en un armario que no está allí.

En otro momento de la obra, los niños necesitan un doctor, uno de ellos comienza a actuar como si lo fuera, mientras los demás le siguen el juego.

«La diferencia en un momento como éste, entre Peter y los otros niños, era que ellos sabían que todo era un juego, mientras que para él la fantasía y la verdad eran exactamente la misma cosa».

Peter Pan cree en las cosas de manera absoluta. No traza una línea entre la realidad y la ficción, para él no hay una diferencia entre la creencia y la realidad efectiva de los hechos. Y podríamos pensar que ese es el secreto de la vida que lleva, por eso puede volar, por eso puede engordar con comida imaginaria: efectos reales con estímulos ficticios.

Pan está convencido de que la vida se disputa entre quienes creen y quienes no creen, entre quienes pueden transformar el mundo con sus deseos y quienes aceptan las condiciones dadas. Una frase del narrador resume este sentir: Cada vez que un niño dice: no creo en las hadas, en algún lugar un hada cae muerta.

Para Pan ser adulto es dejar de creer.

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Hubo un tiempo en que ser joven y no ser revolucionario era una contradicción.
La izquierda tradicionalmente busca transformar un estado de cosas mientras la derecha intenta conservarlo. Pero la identificación entre juventud y búsqueda de un mundo distinto ha dejado de ser tan contundente. Después del 68 y de los movimientos armados de los setentas, poco a poco se ha ido diluyendo el vínculo entre el proyecto político de la revolución y la juventud. En principio porque La Revolución dejó de ser un proyecto programático, pero también porque las sociedades neoliberales impusieron otra lógica sobre lo posible y lo deseable.
La idea de que las personas eran revolucionarias de jóvenes y después se iban aburguesando, cada vez nos parece más ajena, más lejana. Porque ese pensamiento respondía a trayectorias vitales que ya no se cumplen así o cada vez menos.

No deja de ser sorprendente lo que observaba Angélica Lidell sobre las personas jóvenes que protestan en Francia por las modificaciones al sistema de pensiones: una juventud que ya no está preocupada por cambiar al mundo sino por sus condiciones de retiro.
No es menor el cambio, es mucho.

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Lo que me cuesta trabajo aceptar es que la trayectoria de los artistas esté definida de antemano. Dirigir tiene un componente físico importante. Es una actividad que requiere cargar un proyecto, imaginar una sensibilidad para el mundo. Creo que no sucede lo mismo con la actuación. Veo a actrices de edad avanzada que siguen realizando interpretaciones muy importantes en su trayectoria, en sus propios términos. Pero, aventurándome, no es la fuerza física lo que explica el decaimiento artístico de las obras, sino una relación con el deseo.
Dirigir tiene que ver con proponer deseo, con mostrar una manera en la que alguien desea algo. Todo proyecto teatral es en el fondo un planteamiento sobre el deseo.
Alguien desea y organiza un tiempo, unas intensidades, una información, una idea para que otra persona la perciba. Ir al teatro es ir a conocer el deseo de alguien más.

Hay un lugar común, que algo tendrá de cierto, que tiene que ver con que a los viejos les gusta la música que escuchaban de jóvenes. Como si la juventud fuera el momento en el que se definen y solidifican los gustos, no es sólo que lo que te gustó de joven te seguirá gustando sino que eso “es” lo que te gusta. Como si el gusto, es decir el deseo, se esencializara. Tal vez es en reconfigurar, modificar, renovar el deseo donde se juega la fuerza de la creación artística.

¿Cómo se actualiza el deseo?

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El enfrentamiento entre el Capitán Garfio y Peter Pan es elocuente:

– Pan ¿quién y qué eres tú?– gritó garfio con voz ronca.
– Soy la juventud, soy la alegría, soy un pajarito que acaba de romper el huevo.
 

Para Pan la adultez es lo contrario de la alegría, la espontaneidad, el gozo, la fiesta y el regocijo. Por eso odia a las personas mayores, porque son la constatación de una manera de vivir la vida que no quiere para sí mismo.

El autor lo deja claro en la siguiente descripción de Peter Pan:

Albergaba tanto resentimiento contra los adultos, esos que siempre estropean las cosas, que cuando se metió en su árbol, subió respirando a cinco bocanadas de aire por segundo y lo hizo con toda la intención del mundo, pues se dice en Nunca Jamás que cada vez que se toma aire, muere un adulto.

Pero es en el capítulo final cuando Wendy crece y Jane su hija está a punto de dormirse, donde se plantea la adultez como impedimento, como traba, como discapacidad:

¿Por qué ya no puedes volar madre?
– Porque soy mayor, corazoncito; cuando la gente crece se olvida de cómo se hace.
– ¿Por qué se olvidan de cómo se hace?
– Porque ya no son inocentes, alegres y crueles. Sólo puede volar quien es alegre inocente y cruel.


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En los tiempos que corren, la juventud tiene menos que ver con la revolución y más con la belleza. Ahora la sociedad se bate contra el tiempo, porque verse joven es un mandato para el éxito social y sexual (que es piedra angular de cualquier otro). 

Hay que parecer joven.

Como escribe Jaime Cuenca: la nuestra sería una sociedad juvenil, en la que aparentar juventud o tener un estilo de vida juvenil son imperativos para el éxito social. La juventud y el capital, el afán por gustar. Ser joven hoy no significa pertenecer a ninguna fase de un proceso biológico, sino mostrarse capaz de seducir a los demás en una interacción social mediada por el consumo (…) Pero no sólo la oposición niño adulto se ha sustituido por la de adolescente viejo, sino que esta oposición ha pasado a concebirse como algo interior, algo subjetivo relativo a la actitud que uno despliega ante los demás.

La juventud como valor y la vejez como estigma.

Nadie quiere pasar por ingenuo. El optimismo se ha convertido en un símbolo de candor, mientras el pesimismo se emparenta con un sentido crítico. Así que lo más común es decir que el futuro va a ser peor que el presente. Así el futuro dejó de ser el lugar donde se podría vivir la utopía y se volvió el lugar donde nuestras peores pesadillas se podrían hacer realidad. Marina Garcés propone una idea que mal cito de memoria: la angustia de cierta clase social en nuestros tiempos se juega en la pregunta ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo voy a tener trabajo? ¿Hasta cuándo voy a estar saludable? ¿Hasta cuándo haré obras de teatro que valgan la pena?

El futuro como amenaza.

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Todos los artistas mayores que conozco se sienten infravalorados. De alguna manera reclaman algo de la sociedad que no acaba de regresarles, por lo menos no en la medida en la que lo solicitan. Tienen un reconocimiento que no se ajusta a la percepción que tienen de sí mismos.

Y es tan generalizada esta sensación de amargura en las artistas, que creo que es importante intentar encontrar otra manera de vivir. Aprender a desear. Desear otras cosas. Construir un ethos distinto sobre la adultez, el arte y el deseo.

Una adultez que mantenga el deseo de insistir en la intensidad de la vida, no haciéndonos los jovencitos sino intentando mantener un nivel de compromiso importante con las obras mientras nos alejamos de la amargura y nos acercamos al deseo. A un otro deseo.

Intentar alejarnos, lo más posible, de las nociones de éxito y fracaso de las demás. Tratar de articular una trayectoria artística en nuestros propios términos, con parámetros nuestros. Depender lo menos posible de la opinión de la mayoría. Confiar en la percepción de las personas que admiramos. Recordar que no somos infulencers y que el arte no es un concurso de popularidad. Que los followers son los followers y las espectadoras son las espectadoras. Que el arte no es un concurso de popularidad.

Cuenta la leyenda que Diógenes Laercio se paraba a menudo frente a una estatua  y le pedía limosna. Cuando lo cuestionaron sobre el sentido de su acción, respondió: me acostumbro al rechazo.

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Supongo que preguntarme por cómo envejecer es algo natural en quien está por cumplir 40 años, supongo que son las preguntas que acarrea el crecer, supongo que en parte es una presión social, supongo que en parte tiene que ver con haberme pasado los últimos 20 años trabajando con un grupo de personas a quienes he visto crecer, en algunos casos madurar, sufrir, etc. Personas que hemos intentado, en la medida de nuestras posibilidades, re inventarnos, re encantar nuestro mundo, combatir el cinismo. Personas con muy variadas luchas pero que hemos intentado acomodar el paso del tiempo en una trayectoria vital que trascienda el “sálvese quien pueda, cómo pueda”.

He hecho muchas cosas encaminadas a cambiar: desde hace tres años tengo otro nombre y otro rostro. Tengo otro pelo. Tengo, espero, otra personalidad. Estos cambios se produjeron en buena medida al sentir que me establecía. Por un lado tengo la voluntad de madurar y por otro, el impulso de no sentar cabeza.

Creo que lo que tengo es miedo. Miedo de entristecerme o de amargarme, miedo de volverme cínico, miedo de que me empiece a importar cada vez más el dinero. Miedo a no saber cómo vivir esta vida. Miedo a que me empiecen a gustar las muchachas jóvenes, miedo a la generación de cemento y a la de cristal. Miedo a la idea de que la intensidad o el recorrido de una vida esta predeterminado. Miedo al meme de ese gran actor que es Steve Buscemi con su patineta diciendo: What’s up fellows?

Dice José Sánchez que a la pregunta ¿por dónde empezar?, se podría responder en primer lugar: sacudiéndose la melancolía, viviendo el presente como si fuésemos inmortales.
 

Dice Natanael Cano: Yo nunca me voy a morir.

Tal vez es sólo eso lo que tenemos que aprender de Peter Pan: vivir como si nuestra potencia fuese inagotable, como si el mundo se pudiera transformar. Conservar la posibilidad de creer, de confiar, es decir de desear. Mirar el futuro con optimismo, valentía, alegría y crueldad.

Y lograr repetir lo que Pan: Morir será una aventura formidable.



Lázaro Gabino Rodriguez


(Nada es mío todo es robado)






Luisa Pardo corrigió este texto.

Gracias a Clarissa Malheiros y a Juliana Faesler. A Jesusa Rodríguez, Martín Acosta, David Hevia, Miguel Rubio, Heidi Abderhalden, Alejandro Tantanian, Claudio Valdez Kuri, Ruben Ortiz, Barbara Van Lindt, Rabih Mroue, Roger Bernat, Angelica Lidell, Edit Kaldor et al.

 

 

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